sábado, 16 de abril de 2011

Las ambiciones encumbradas de los Incas


Elevada del anonimato a la cima del poder, una dinastía de gobernantes
incas sometió reinos, esculpió montañas y forjó un imperio poder
oso.

Por Heather Pringle / Fotografías de Robert Clark

Centenares de fieles guardan silencio mientras el sacerdote católico eleva una plegaria en la plaza de Taquile, isla peruana en medio del gran lago Titicaca. Descendientes en parte de los colonizadores incas enviados allí hace cinco siglos, los habitantes de Taquile observan sus antiguas tradiciones: tejen telas coloridas, hablan la lengua tradicional de sus antepasados, cultivan los campos como han hecho durante siglos y los días de fiesta se dan cita en la plaza para bailar al son de tambores y flautas de madera.

Esa tarde de verano, me sitúo en la periferia para presenciar la fiesta de Santiago que, en la era incaica, habría sido el festival de Illapa, dios del relámpago. Cuatro hombres levantan la rústica litera de madera donde se yergue la estatua del apóstol y recorren la plaza para que todos vean al santo, así como los antiguos incas llevaban en procesión las momias de sus monarcas.

A muchos siglos de su muerte, el poder y la ambición aún resuenan en los nombres de aquellos gobernantes: Viracocha Inca (Soberano Dios Creador), Huáscar Inca (Soberano Silla Dorada) y Pachacútec Inca Yupanqui (El que Reconstruye el Mundo). Surgida del anonimato del valle de Cusco durante el siglo xiii, una dinastía inca sedujo, sobornó, intimidó o conquistó a sus rivales para crear en Perú el imperio precolombino más grande del Nuevo Mundo.

Excepto por los halagüeños relatos que los nobles incas hicieron circular a la llegada de los conquistadores españoles, los estudiosos han debido conformarse, desde hace mucho, con un puñado de pistas sobre las vidas de los reyes incas, pues aquel pueblo no contaba con un sistema de escritura. Por otra parte, los europeos no perdieron tiempo en destruir las residencias reales de Cusco, la capital inca, para erigir una nueva ciudad colonial sobre sus ruinas. Siglos después, en los años ochenta del siglo xx, la agitación civil que estalló en los Andes peruanos impidió que los arqueólogos se internaran en el corazón del antiguo imperio durante más de una década.

Con todo, los especialistas recuperan el tiempo perdido. Al peinar las laderas agrestes de las inmediaciones de Cusco empiezan a descubrir miles de sitios, hasta ahora desconocidos, que arrojan luz sobre el origen de la dinastía inca; gracias a la información recabada de documentos coloniales localizan haciendas reales olvidadas. En las fronteras del imperio extinto, recogen evidencia dramática de las guerras emprendidas por los monarcas para integrar docenas de grupos étnicos rebeldes en un reino unificado. Los extraordinarias dotes de los incas para triunfar en el campo de batalla y construir una civilización, piedra a piedra, comunican un inequívoco mensaje, afirma Dennis Ogburn, arqueólogo. “Es como si anunciaran: ‘Somos el pueblo más poderoso del mundo, así que ni se les ocurra meterse con nosotros’”.

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